La guardiana del agua
– 18/04/2013Publicado en: Relatos
“Yo me muero y el agua sigue ahí, pero alguien tiene que
cuidarla. De estos pozos ya no se ven, ya nadie siembre agua”, afirma
mientras caminamos despacio de regreso a la casa.
Por: Germán Ortegón Pérez*
Una
mañana de verano cuando desperté en mi casa de campo y quise tomarme un
trago de agua, me di cuenta de que se había acabado. Revisé las
reservas y estaban agotadas. En ese momento, mientras miraba las
montañas y, abajo de ellas, el río Negro, me pregunté muy seriamente
qué íbamos a hacer cuando el líquido sin el que no podemos vivir,
desapareciera de la tierra.
Media hora más tarde me reuní con José
Amaya, un hombre de la zona, que desde hace varios años me ayuda a
mantener decentemente el pedazo de tierra y la casa donde he decidido
vivir todos los fines de semana.
“Qué vamos a hacer sin agua”, le dije
mientras caminábamos hacia la parte alta de la casa para revisar los
tanques de almacenamiento. “Debemos hablar con doña Judith”, me dijo. “¡Quién
es ella?”, le pregunté. “Es la vecina de la parte alta de la montaña.
Ella siempre tiene agua y, de pronto, nos regala un ‘pozado’ ”, me
contestó.
“Usted la conoce”, me dice, mientras seguíamos la ruta montaña arriba. El agua que llega a la casa es de nacimiento y es llevada por mangueras desde un pozo que organizamos hace varios años.
Para llegar allí debemos hacer un recorrido de un kilometro en medio de
bosques, cimas y uno que otro pedazo de tierra plana. Cuando alcanzamos
la meta, descubrimos que el pozo está seco y la manguera presenta
taponamiento en algunas zonas. Las raíces de algunas yerbas se han
metido dentro del tubo y el agua que está resumida en ella no avanza.
Aprovechamos para limpiar el pozo de
hojas y palos secos que cayeron adentro, sacar las raíces de la manguera
y despejar la ruta del agua, que esperamos, sea suficiente para que
baje y por lo menos tengamos para el aseo.
Mientras todo esto sucedía, José me iba
contando que la señora Judith vivía a unos cuantos metros arriba de
donde estábamos y que deberíamos ir a hablar con ella para el asunto del
agua. “De pronto nos regala agua por hoy, y con eso podemos
pasar unos días mientras vuelve a llover”, me dice con un tono bajo,
como hablan los hombres de campo.
Abrimos trocha tumbando algunas ramas
para que pudiéramos pasar. Yo sudaba a mares y los zancudos hacían su
fiesta en mi cuerpo. Al fondo vi una casa ladeada construida en barro y
tejas de zinc. Esa vivienda estaba a punto de irse al piso. Me explica José que esa tierra se mueve y que la casa la construyeron preciso por donde pasa la falla geológica.
“Doña Judith tiene varios pozos de agua y
entre ellos uno que ella sembró”, me cuenta José. No entendí la cosa y
le pregunté que cómo lo había hecho.
“Los antiguos”, dice, “siempre iban a
Chiquinquirá y traían agua bendita de una iglesia, la sembraban y el
pozo salía. Nosotros no creemos ahora. Pero ella tiene el pozo. Dígale
que le muestre”.
“Buenos días”, hablé fuerte para que me escucharan. No recibí respuesta. De un momento a otro, salió despacio y como si se desplazara por el peso del cuerpo y los años empujando, la señora Judith.
“Buenos días, don Germán, qué bueno que esté por aquí”, me dice de
manera cariñosa, como si me conociera de tiempo atrás. Al verla la
reconocí, y sí, habíamos hablado en otra ocasión.
Charlamos de lo duro del verano, que estábamos sin agua y habíamos subido a limpiar el pozo por si llovía por esos días. Pero
que, además, quería pedirle el favor de que nos regalara algo de agua
de uno de sus pozos, por lo menos un “tancado” para pasar la temporada.
En busca del pozo sembrado
“Yo tengo varios pozos aquí, esos los
cuidamos con mucho esmero, porque el agua es muy escasa y como usted
sabe, en el campo no hay. Le voy a dar un “pozado” pero no puedo más
porque el verano está duro”, me dice con el tono de una mujer grande, de
esas que han sacado la fuerza de haber parido varios hijos y del
trabajo en la tierra todos los días, para mantener la familia.
Me muestra otro pozo que está cerca de la casa, pero del que había sembrado no escuchaba nada.
-Me contaron que usted sembró un pozo de agua, ¿es este?-, le dije con algo de timidez.
-No señor, este no es. El pozo esta allá
arriba, camine le muestro-, me responde, alegremente y me señaló
mientras empezaba la caminata hacia el sitio.
-El agua sale de la tierra, me decían desde muy joven mis abuelos-, comenta Judith, mientras seguía sus pasos hacia el pozo.
Ella caminaba fluida y yo me enredaba
entre los pedazos de caña cortada que estaban en la ruta. Todo el saber
sobre la vida y la tierra lo había aprendido de los “antiguos”, como
llaman cariñosamente a los mayores de la familia.
Recuerda que durante las conversaciones
al lado del fogón de leña, donde se paraba a ayudar en la preparación de
los alimentos y a aprender a cocinar, los abuelos y la mamá le
repetirán, constantemente, que el agua había que cuidarla y que todos
los días tenía que ir a vigilar que el pozo no estuviera sucio con hojas
y palos secos caídos.
“Yo recuerdo que hace como 40 años hubo
un verano así de fuerte y no había agua para cocinar”. “En esa época
tenía la vista buena y una corta estatura”, agrega mientras se ríe
pícaramente. No ha crecido mucho desde eso, pensé que era lo que quería
decirme con su tono.
Cuenta que en esos años tenían que ir
cada dos días al río a recoger el agua para cocinar. “Eso sí era duro
–me dice–. Había que caminar desde la casa, por trochas y Caminos
Reales, era algo así como media hora, hasta el río Negro, pero con las
vasijas para subir el agua”.
“Uno era muy temeroso en esos años y
cuando llegábamos a la orilla del río, algunas veces tuve miedo de que
saliera el Mohán de sus aguas, eso nunca pasó, menos mal”, dice,
recogiendo los labios y dejando escapar una leve sonrisa.
“Llenaba los zurrones de cuero de vaca o los calabazos gigantes y regresaba a la parte alta de la montaña donde quedaba la casa. Una hora y media se demoraba la subida”, afirma con la cabeza mientras camina hasta el pozo. Yo la perseguía muy atento.
“El agua gris del río debía ser filtrada
y esto lo hacíamos en vasijas de piedra caliza”, continuaba, mientras
yo caminaba y sudaba a cántaros. “Con esa agua cocinábamos y nunca nos
pasó nada”.
Por esos días del verano recio, cuando la tierra se rajaba por falta de agua,
la mamá de Judith organizó un viaje a Chiquinquirá, en el lejano
departamento de Boyacá. Allí visitarían la virgen del agua, también
conocida como la Virgen Peregrina. “Ese viaje sí fue largo”, dice en
tono de queja.
De misa para tener agua
José me había contado, minutos antes,
que el agua que brota de la iglesia La Renovación la gente de Tobia la
sembraba y que el agua alumbra tiempo después en la tierra. Solo había
que estar muy atentos y mirar por donde salía. También, me explicaba José, que esta agua no tenía minerales como la de la zona.
“Yo estaba en el paseo y no me iba a
perder el viaje y conocer cómo era la cosa de traer el agua para la
siembra. Además, si era cierto, aunque yo siempre he creído todo lo que
los antiguos me decían, esto me salvaría de tener que bajar a recoger
agua del río”, relata en tono pícaro la señora Judith.
Ocho horas tomo la aventura. Partieron
de la vereda cañaditas a la inspección de Tobia, siguieron hasta el
municipio de Villeta y posteriormente subieron hasta los 2.000 metros
para llegar a la ciudad de Facatativa. De allí debían seguir para hacer una primera parada en el terminal de buses de la calle, 13 en Bogotá. Al lado de la estación del Tren de la Sabana debían buscar otro bus que los llevara hasta la ciudad religiosa.
“Nos levantaron como a las tres de la
mañana, empacamos en hojas de plátano las viandas de gallina criolla con
yuca y papa sudada, todo bien sazonado con ajo y cilantro silvestre. En un calabazo envasaron el guarapo para los viejos, en otro, la limonada de panela para los jóvenes, y en una mochila de fique, bien amarrado, el calabazo más importante, el que traería el agua para la siembra”, recuerda Judit.
Ya en Chiquinquirá la familia pasó por
la misa de la una de la tarde para rezarle a Nuestra Señora del Rosario,
evoca ligeramente Doña Judith. Recuerda que al terminar la
liturgia se encaminaron hacia el pozo donde brota el agua. Bajaron las
escalinatas que están dentro de la iglesia y que llevan al pozo.
Judith hace énfasis que allí aun están los rastros de las obras de la época en la que fue creada la iglesia (1760).
En la poceta la mamá llenó el calabazo con el agua y luego pasaron a la
sacristía para recibir y hacer bendecir el líquido, no sin antes
depositar la limosna. “Sabíamos que esa agua bendita algún día brotaría
en la montaña y lo mejor de todo. Es muy pura”, relata Judith.
Pasado el ritual eclesiástico, iniciaron
el camino de regreso, en silencio. La familia durmió casi todo el
viaje. Despertaron para cambiar de transporte y solo las trochas y
huecos de la vía al llegar a Tobía los despertó.
“El lunes muy temprano, luego de un café
en agua de panela caliente, las mujeres de la casa salimos detrás de
mamá. Ella caminaba a la parte alta de la montaña”, recuerda Judith. “Y
luego bajo un árbol de mataratón colocó el calabazo y ordenó que se
empezara la limpieza, todos retiraron las hojas, árboles, piedras y
matones. Hicieron un hueco de 50 centímetros de profundidad y allí
depositaron el calabazo con el agua y taparon la boca con un corcho.
Procedieron a enterrarlo y la espera empezó”, dice con una sonrisa alegre.
“Varios padresnuestros se escucharon en
la montaña y nueve avemarías acompañaron el rezo. Después taparon con
tierra el hueco sepultando el calabazo”, cuenta doña Judit mientras se
persignaba.
Nadie
volvió a hablar del tema por mucho tiempo. Solo hasta que una mañana se
atrevió a preguntar. “¿Cuándo nace el agua?”. La mamá le dijo que había
que estar muy atentos en la montaña para ver por donde se veía un brote
de agua. “Esta no sale en el sitio donde se sembró, ella brota muy lejos de allí”.
Pasaron cinco años después de la siembra
y una tarde de verano la mamá de Judith vio un brillo en el borde de la
montaña, a unos 50 metros de la casa, algo brillante se dejaba ver. Era
un hilo delgado de agua que brotaba de la tierra, recuerda Judit.
“Nació el agua que habían traído de Chiquinquirá”, asegura, mientras nos
acercábamos al pozo.
“Siempre sale de la tierra”, me dice
Judit. Al llegar al pozo y cuando vieron el agua, abrieron un roto
grande para que se llenara del líquido. “Por ahí en media hora el pozo esta hasta el borde y el agua se veía limpia”, explica Judit con entusiasmo, mientras me señala el pozo con orgullo.
“Desde ese día yo me he encargado de
cuidar el pozo. No dejo que las hojas se depositen, quito los palos, y
mantengo la sombra de los arboles vecinos para que el agua no se vaya”. Comenta orgullosa, mientras observa de soslayo el gran pozo de agua sembrada.
Cada verano los pozos cercanos se secan, los riachuelos desaparecen, las piedras lloran bajo el sol en las cañadas,
mientras el espejo de agua de la iglesia La Renovación, sembrada con la
fe y los cuidados de Judith, sigue transparente y fresca.
“Yo me muero y el agua sigue ahí, pero
alguien tiene que cuidarla. De estos pozos ya no se ven, ya nadie
siembre agua”, afirma mientras caminamos despacio de regreso a la casa.
*Colaborador Q de cultura. Ver artículo original aquí